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Marrakech Magico

Los placeres que brinda Marrakech son más bien de tipo humano. El verdadero corazón de la ciudad es la plaza Djemaa el Fna. De día, esta extensión plana es un mercado con vendedores de agua vestidos de forma llamativa, limpiabotas y mujeres ofreciendo enrevesados tatuajes. A medida que anochece, la plaza se va convirtiendo en un torbellino de gente que pulula entre los puestos de sopas, salchichas y caracoles. La multitud se aglomera alrededor del parloteo de los herbolarios y curanderos, se inunda del gemido de las flautas y el redoblar de los tambores, y contempla a los encantadores de serpientes, a los acróbatas y a los charlatanes. Una parte esencial del viaje a Marrakech es la visita al Zoco, un laberinto de callejuelas cubiertas que parte de Djemaa el Fna hacia el norte. Aquí se vende todo tipo de artesanía. Se encuentran comercios especializados en objetos de metal, cestería, marquetería, cuero y especias. Los precios no son fijos, por lo que el regateo es todo un ritual.

 

Al pie del minarete de la Kutubia se puede subir a una desvencijada calesa para realizar más cómodamente el primer descubrimiento de una ciudad milenaria, Marrakech, que avanza sin prisas, evoluciona según el lento ritmo oriental y vibra al diapasón de las llamadas a la oración que lanzan los muecines desde lo alto de los minaretes. Perezosa, Marrakech seduce ante todo por su atmósfera relajante. Lo cierto es que uno jamás se cansa de pasear por el inmenso olivar de la Menara, por el jardín botánico del pintor Majorelle o por las ciudades-jardín de Hivernage y Guéliz, el antiguo barrio colonial francés, cuyas largas avenidas están rodeadas de jacarandas y naranjos. El tiempo tampoco parece correr cuando se visita la medina, que despliega su laberinto de estrechas calles, talleres de artesanía y zocos coloristas. Esa magia peculiar de la ciudad también se palpa en la plaza Jemaa El-Fna, especialmente en el crepúsculo y desde la terraza del Café de France, cuando se iluminan las 1.001 linternas de los vendedores.

 

A lo largo de sus calles, y entre enormes paredes de barro cocido, se ocultan palacios y villas que sólo exhiben sus tesoros a los que atraviesan sus puertas de madera. Remansos de paz y frescor, los patios de los riyads reflejan el espíritu epicúreo de la ciudad. Las fuentes dejan correr el agua mientras los pájaros invaden la vegetación. Una fila de columnas sostiene una galería, sobre la que se ubican las habitaciones, y se prolonga por una escalera que lleva a las terrazas. El Palacio de la Bahía, el Museo Dar Si Said y la Casa Tiskiwin son algunas maravillas de la medina, invisibles desde el exterior. Otras, más secretas e íntimas, se esparcen bajo el palmeral, ya en las afueras. Esta elegancia discreta ha convertido a Marrakech en la segunda residencia favorita de personajes como Yves Saint-Laurent, Pierre Balmain, Alain Delon o Malcom Forbes.

 

"Marrakech ofrece una tranquilidad total. Se tiene la impresión de vivir en la Edad Media. Reina una elegancia y un refinamiento que no se encuentra en otro lugar", afirma Quentin Wilbaux, un arquitecto especializado en la rehabilitación y localización de riyads. "Cuando se leen los textos antiguos, se aprecia que Marrakech siempre ha cultivado una tradicional acogida y hospitalidad. Siempre ha sido el último destino de las caravanas del desierto, el oasis al final del viaje. Famosa por sus placeres, fiestas y distracciones". Su exotismo y la paleta infinitamente rica de sus colores y olores atrajeron en los años 60 a un buen número de millonarios, aristócratas y artistas mundanos. Entre ellos, a Bill Willis, un arquitecto americano que vive aquí desde hace tres décadas. Originario de Tennessee, vino a decorar el palacio que Paul Getty acababa de comprar, pero su fascinación por Marrakech le empujó a quedarse. "Aquí he encontrado un ritmo de vida diferente. Todo va lento y resulta muy fácil. La gente mantiene el contacto con los elementos fundamentales de la vida, que Occidente ha olvidado. Están un poco locos. Aquí reina una excentricidad y libertad impensable en otras partes".

 

Marrakech es misterio y pasión, exotismo y enigma. También es cordialidad, olor, sabor y, sobre todo, color, mucho color. Perderse en esta fascinante ciudad es encontrar tranquilidad y bullicio, un mundo distinto que a todos seduce y a nadie deja indiferente. Sólo por recorrer la ciudad de Marrakech ya se justifica un viaje al vecino Marruecos. Esta metrópoli imperial, que seduce e inquieta a la vez, está llena de contrastes. Fue un lugar virgen hasta que llegaron los almorávides, que provenían del desierto y se movían siguiendo las rutas de las caravanas del oro. En 1070, el primer soberano de esta línea almorávide funda Marrakech, que se convertiría en la capital de Marruecos durante varios siglos.

 

La ciudad conserva un aire medieval que transporta al viajero hacia esa época. Es un mundo fascinante y distinto. Los palacios, las mezquitas, el zoco, las murallas, los jardines, la plaza Jemaâ el Fna, reclaman sin descanso la atención. Si se dispone de tiempo, no hay que olvidar que es una excelente puerta de salida para, a través del Alto Atlas, realizar excursiones hasta las rutas de las kasbahs En la ciudad, un buen punto de partida puede ser la visita a las múltiples y atrayentes mezquitas; y qué mejor que empezar por la Koutoubia, el punto de encuentro espiritual de Marrakech. También se conoce como la mezquita de los libreros, ya que alrededor de sus muros se instalaba el mercado de manuscritos. Desde el exterior se puede contemplar su majestuosa decoración, con interesantes formas geométricas esculpidas en piedra rosa y la magnífica claraboya que la corona con bolas doradas. El alminar, que mide 70 metros, domina toda la ciudad y se convierte en su símbolo.

 

Más al norte encontramos la mezquita Ben Youssef, la más antigua de Marrakech, que ha sido reconstruida, prácticamente en su totalidad, en el siglo XIX. Delante de la mezquita, para las abluciones, está el Kubba el Barudin, muy interesante por ser el único monumento almorávide que se mantiene en la ciudad. Al este de la mezquita se encuentra la medersa (edificio de enseñanza) Ben Youssef. Es una de las más espléndidas de Marruecos y en ella se respira y disfruta una tranquilidad absoluta. Otro de los monumentos destacados es la mezquita de la Alcazaba, un complejo de patios y estancias secundarias, con un alminar que rivaliza en tamaño con la Koutoubia. En la parte trasera de la Alcazaba, y un poco alejadas, están las tumbas saadianas, que conforman un cementerio de gran singularidad. El conjunto lo componen cerca de cien tumbas con lápidas de cerámica y dos grandes mausoleos con 66 sepulturas en su interior. Las riquezas antiguas de Marrakech también se proyectan en sus palacios. El más estimado, aunque en ruinas, es el palacio de Badi. La suntuosidad de este edificio se sufragó con el comercio de esclavos y azúcar, y con el saqueo de las caravanas del Sahara. En el Badi se celebra, a principios de junio, un interesante festival de folklore árabe.

 

Al noroeste, se encuentra el Palacio de Bahia, con suntuosos edificios decorados con mosaicos y mármoles, y soleados patios. Del mismo periodo es el palacio de Dar Si Saïd, construido por un gran visir. En su interior está el Museo de Arte Marroquí, que muestra destacadas colecciones de tapices, joyas, armas y cerámica. De la ostentación pasada podemos acercarnos a la realidad presente. Para ello, hay que recorrer y disfrutar un buen rato en los fascinantes zocos de Marrakech. Es recomendable acudir por la mañana y, si así lo desea, con un guía oficial contratado en la Oficina de Turismo. Después de deambular por el zoco nada mejor que, a la caída de la tarde, acudir a la popular plaza Jemaâ el Fna. Este lugar, en el centro de la medina, es el corazón de Marrakech. Hay actores que narran historias cotidianas de los beréberes, encantadores de serpientes, maestros que enseñan el Corán, malabaristas, echadores de cartas, bailarines, acróbatas, magos y músicos. Aquí se pueden adquirir, entre millares de objetos, "remedios" para casi cualquier cosa. A la caída de la noche la plaza cambia de aspecto, es cuando abren los puestos y se instalan braseros donde se preparan pinchos morunos, pescado, salchichas o berenjenas rellenas. Según muchos, aquí no se puede comer casi nada, pues la gastronomía y la higiene están algo reñidas. Pero sí se podrán comprar los recuerdos más insólitos, escuchar sonidos increíbles y observar imágenes asombrosas.

 

No existe mejor manera de finalizar la visita a la ciudad que hacer un recorrido en calesa por las murallas de la medina y sus impresionantes puertas. Como es habitual en Marrakech, tendrá que negociar y cerrar el trato antes de iniciar el trayecto. La celebre muralla roja envuelve la ciudad y su construcción fue creciendo a medida que lo hacia la metrópoli. La parte más impresionante de las murallas está en la zona este. En la puerta Bab Doukkala se celebra, cada jueves, el mercado de camellos. La Bab er Rob y la Bab Ahmar son espectaculares, pero no hay que dejar de ver la bella Bab Agenau y la Bab Larissa. Marrakech, tan cerca del desierto, con su cielo luminoso, con los frondosos espacios verdes y los tonos ocres rojizos de las fachadas nos muestra su encanto y, a buen seguro, reclamará de nuevo nuestra visita.

JAVIER GONZALEZ-SORIA
Madrid, España