Triatlón 30 aniversario La Paz. Entre Rios, Argentina.

“No hay día en que no estemos al menos un instante en el paraíso” J. L. Borges

Describir esta fiesta del triatlón es a veces una tarea difícil. Siempre tengo la sensación que no alcanzan adjetivos para colorear este pueblo apasionado por este deporte. Todo es triatlón. Todos hablan de triatlón. Todos saben de triatlón. Pero esta pasión, aun con su afición incluida, no es irracional, es serenamente mesurada y todo se vive naturalmente. El clima paceño a esta altura del año es conocido por todos. 40 grados C es moneda corriente es las tardes de La Paz. Su recorrido desnivelado, su río correntoso y su inexplicable fiesta en los barrios humildes de casitas bajas es la atracción incontenible que nos promueve a emprender tamaña aventura. Esto es La Paz. Pero también lo es su gente. Su gente siempre sonriente. Sus chicos preguntones y amorosos. Sus miradas curiosas. Su buen humor. Todo esto es La Paz.


Llegamos con amigos el día anterior sobre la competencia de los infantiles después de un viaje largo. Cansancio. Calor. Pero con las ganas intactas de encontrarme con compañeros y desafiar una vez más esta impresionante competencia.
El equipo compacto y la bicicleta desarmada motivaron reunirnos en la casa del “pájaro” Ludi a organizarnos en medio de charlas mitigantes y anécdotas repetidas. Ludi tiene una casa grande y una familia hermosa que te trata con el celo propio del cariño.
La noche anterior a la competencia cenamos los tradicionales fideos es un salón enorme y ruidoso. Nos sacamos fotos. Me saludé con muchos y nos desafiamos mutuamente interponiendo apuestas para darle seriedad a la amenaza. La plaza principal rebalsaba de gente, música, comparsa y sudor. Sonrisas y más anécdotas. Algunos consejos técnicos de los veteranos y una leve caminata por la feria artesanal. Todo en La Paz esta en la calle. Su gente. Sus mesas. Sus sonidos. Sus luces.
Dormí relajado. Un desayuno amenizado con recuerdos ligeros hizo llevadera la mañana antes de ir al parque cerrado.
El sol pica con diminutas dagas sobre la explanada del puerto. La pintada de números, el chequeo de los fiscales, el frenesí de los triatletas con su colorida indumentaria. Decido nadar sin traje de neopreno y correr con una pechera muy ventilada. Pronostico de 42 grados de sensación térmica a la hora de la competencia. La suerte estaba echada. Llegó la hora.
#Nadar
La natación prevé un embarque a una barcaza transportadora de ganado que te remonta durante 30 minutos río arriba. Sí, es lejos y no es una sensación. Sucede que para compensar la corriente del río, se extiende considerablemente el punto de largada. Llegamos a la playa cargados de ansiedad. Se notaba. Observaba los rostros de los debutantes, el aplomo de los veteranos, la seguridad de los que van rápido. Todo ese universo infinito envuelto en neoprenos estaba en esa costa. Calor. El río abierto invitándonos a nadarlo. Largamos. Me sumerjo rápido y braceo con ritmo. Son tres o cuatro minutos donde nos golpeamos. Luego me encuentro un lugar y emparejo la respiración. Me abro mucho. Voy por el medio del río. Deslizo. Voy rápido. El sol espeja el agua en cada brazada, las gotas son cristales rotos que saltan por doquier. Lucho mi posición en todo momento, no cedo. Me siento fuerte. Estoy contento porque estoy fuerte y voy rápido. Por el rabillo del ojo detrás de mis lentes espejadas tengo a un rival directo. Vamos brazo a brazo. Es una danza, una coreografía. Siento calor en el agua. Voy por el medio del río. Eso es muy abierto. Diviso el puerto de blanco brillante. Decido cerrarme. La corriente es fuerte y a las boyas de referencia las tomo por afuera. “Me paso” digo y pataleo con intensidad desesperada. Arco de llegada a cien metros, estoy pasado. Maldición. Salgo pasado. Me maldigo. Aun así, es buen tiempo.
#Bici
La primera transición es larga. Corremos dentro de un muelle coronado por una ducha artificial alimentada por dos bomberos experimentados. Sus mangueras nos bendicen con agua fresca. Salgo en la bicicleta bien armado pero con la respiración exigida. La gente vitorea en la subida céntrica y el aire no alcanza. Hacia la salida del pueblo por sus calles desparejas me esfuerzo en conectar un pelotón. Sobre un repecho lo logro. Ni cinco kilómetros de recorrido y la boca seca clama a gritos por agua. Agua. Caliente. Agua caliente en una caramañola hirviente. El sabor es plástico. Literal. Gusto plástico. Eso es porque las propiedades del recipiente comenzaron a degradarse por el calor. Es así. Literal. Salimos a la ruta, me cuesta mantener la rueda pero supero la inclemencia. Calor. El sol con el pavimento provocan una extraña relación que cualquier bendición parece poca. El viento es en contra para colmo de males. Descanso en el pelotón, recuerdo las palabras de mi entrenador (Tito B.), trato de recordar cada uno de sus consejos, taparme, guardar energías, exigirme, no perder la rueda, hidratarme. Me siento fuerte. Me corto y busco el pelotón de adelante. “Cuando mas cueste, ahí pasalos, ahí poné todo” me dijo Pablo Brothel una vez. Todo me sirve. Me acuerdo de los entrenamientos. De como los observo cuando cargan sus piñones, cuando aumentan su cadencia, cuando descansan. De todo me acuerdo y voy y conecto y siento que la magia no se perdió, que todo esta ahí, tal vez con un poco de polvo, pero esta ahí, y me meto en ese pelotón que es mas “picante”, y que no me dejan entrar y que chocamos hombro con hombro a mas de 40 km/h. Los manillares se rozan. Se zigzaguean algunos, hay gritos. Hace calor. La cabeza no resuelve bien. Nunca dejé de tener sed. Se corta un corredor que lleva un traje rojo, su dorsal termina en once, no recuerdo, lo sigo porque quiere conectar un pelotón faltando veinte kilómetros para llegar. “Vamos, seguime” me dice. Aprovechamos una bajada y enlazamos. Organizamos una “redonda” para afrontar el viento y entramos al pueblo furibundos. Todo cruje, la bicicleta cruje, el cuadro, el manillar. Siento la torsión del aluminio. Las ruedas crujen. Mis músculos crujen. Mis dientes. Todo. No me importa nada. Ni el agua me importa. Solo quiero llegar. Soportar esta incomodidad y no perder la rueda. Los puteo por acelerar. La gente al costado de la ruta nos bendice a baldazos de agua. Agacho la cabeza y rompo el agua como si fuera un vidrio. Cada vez más rápido. La gente grita. Nuestro pelotón no es de los primeros pero es el más combativo. La gente lo ve y grita, elige colores y adjetivos simples. Todos queremos llegar al mangrullo del relator primero cambiando la punta todo el tiempo. No pensamos en economizar nada. Ya dejamos de pensar. En juego solo hay ganas. Solo eso. Ganas.
#Correr
Me calzo las zapatillas lo más rápido que puedo y salgo del parque cerrado entumecido. La etapa ciclista pasa la factura de la faena encarnizada sin sentido. Me enfrento a la subida colmada de gente. Todos te alientan. No siento las piernas. Me mojo con cuanta bolsita de agua me dan. Todos aplauden. Siento que los pulmones no pueden alojar más aire. Muerdo los dientes disimulando el gesto de dolor. Sigo sin sentir las piernas. Anita y Laura me alientan cuando cruzo la plaza principal. Trato de copiar el paso de un corredor y me “pego” atrás. Entramos a los barrios. Banderines. Música. Animadores. Baile. Todos te dicen cosas lindas. Todos te mojan. Todo justifica el esfuerzo, los nenes corren a tu lado. Los muchachones te invitan cerveza. Las chicas te piropean. Ponen sus manos para que los saludes a tu paso. En mis ojos me llevo eso: el amor y el dolor. Es el paraíso, mi paraíso precario e incierto. Es ese instante en el paraíso. Aun dormidos los pies le pido a Dios que los afloje, porque ya ni yo me hago caso. Jadeo. La gente aplaude y grita “vamos, vamos”. Les sonrío a todos, los toco a todos, los aplaudo a todos, me quiero llevar todo esto. Siento que aflojan las piernas, lo veo a Pablito Gimenez, me quiere “tirar”, intercambiamos chistes y me larga. Entro al barrio “Congo”, es un bulevar minúsculo súper poblado de niños y gente alegre con muchachos pasados de copas. Todos me alientan. Las jovencitas y las no tanto me dicen groserías suaves. Los niños me piden que les regale los lentes, los arrojo como un ramo de novia. Es una bajada donde todo cuelga del cielo, banderines, telas, carteles, guirnaldas, camisetas de futbol. Me emociono al ver un muchacho con una casaca de Newell’s, le muestro mi tatuaje, me grita “vamos lepra”. Es mi instante en el paraíso. Meneo la cabeza al no creer lo que vivo. Mis rivales directos están al acecho pero sé que no lograran alcanzarme, estoy fuerte y amplío el paso. Soy inmortal. Llego al centro en un griterío de amigotes y gente linda sonriendo como lo hace alguien al que ya nada malo le pasará. Últimos 300 metros “enroscados” con dos triatletas a paso frenético. Arco de llegada. Me espera Santiaguito Leguizamon. Nos abrazamos. Nos sacan una foto. Me quieren hacer una nota, no puedo hablar. Miro al cielo. Me dice “hiciste un carreron!”, “gané las cervezas” le respondo. Sonrío mostrando todos los dientes. (Finis)

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Me encanto tu historia @NestorAntenucci , estas son las que tienen mucho sabor, tu relato tan detallado de cada disciplina es un lujo para los que lo leemos, gracias por compartir.

saludos Farid